sábado, 4 de marzo de 2023

El asesinato de Thomas Becket y el rey penitente

La noche del 29 de diciembre de 1170 cuatro caballeros de la corte de Enrique II Plantagenet, rey de Inglaterra, duque de Normandía y conde de Anjou, irrumpieron armados en la catedral de Canterbury y asesinaron a sangre fría al arzobispo de dicha sede, Thomas Becket. El religioso y el monarca habían sido muy buenos amigos en el pasado, pero llevaban años enfrentados, entre otras causas, por el empeño de Enrique en someter a los sacerdotes a la jurisdicción civil, que, según él, debía ser la misma para todos sus siervos.


El rey Enrique II de Inglaterra y el arzobispo de Canterbury, Thomas Becket, antes muy buenos amigos y ahora representados durante una de sus acaloradas discusiones. 

Por lo visto, el rey, durante un arrebato de ira, había afirmado: «¡Qué miserables traidores he alimentado y educado en mi casa, que dejan que su señor sea tratado con este vergonzoso menosprecio por parte de un clérigo!». Cuatro de los nobles que oyeron las palabras de Enrique se sintieron aludidos y se dispusieron a hacer justicia por su cuenta para mitigar su vergüenza. Los infames caballeros eran Reginald Fitz Urse, Hugh Morville, William Tracy y Richard de Brito.

La noticia de lo ocurrido esa aciaga noche de diciembre en la catedral de Canterbury se extendió como un incendio por toda Europa y fue recibida con pesar e indignación en todas partes. En un principio, Enrique rehusó castigar a los asesinos, lo que despertó las sospechas de todo el mundo respecto a la implicación del monarca en el homicidio, hecho que, a su vez, causó gran consternación al monarca.


El caballero William Tracy lanza el primer mandoble, que produce un corte en el brazo de Edward Grim, el asistente de Thomas Becket. Reginald Fitz Urse, identificado por el oso que exhibe en su escudo, asesta con su espada un golpe mortal sobre la cabeza del arzobispo, arrodillado frente al altar. Ilustración contenida en el manuscrito Harley MS 5102, conservado en la British Libray.

Al poco tiempo de la muerte de Becket se le atribuyeron curaciones milagrosas y su ciudad se llenó de enfermos buscando alivio a sus padecimientos. Al principio se impidió el acceso a la tumba del arzobispo, pero, en 1171, se terminó permitiendo el paso a la cripta ante la desbordante demanda de gentes venidas de todas partes.

En reconocimiento por su martirio y milagros el papa Alejandro III canonizó a Becket como santo Tomás de Canterbury en 1173, cuando aún no habían pasado ni tres años desde su asesinato. De este modo la capilla de la catedral de Canterbury que albergaba el sepulcro del malogrado arzobispo se convirtió en el foco más importante de peregrinación durante toda la Edad Media en Inglaterra; todo el mundo quería honrar a aquel santo que obraba milagros y al que se le atribuía haber defendido los derechos de la Iglesia de Cristo frente a la tiranía de la realeza.

El rey Enrique II, probablemente menos arrepentido que desesperado por congraciarse con el papado, se sometió en 1174 a la humillación pública de caminar descalzo por las calles de Canterbury para terminar arrodillándose delante del sepulcro de santo Tomás, al tiempo que reconocía su implicación en el asesinato y se dejaba flagelar por unos monjes armados con ramas. Desde ese día, el monarca inglés adoptó al Cantuariense como protector de su dinastía, creándose así un culto familiar que se promovería allí donde ejerciera el poder un o una Plantagenet.


Esta obra del artista británico Brian Whelan demuestra que la iconografía moderna sigue asociando a santo Tomás de Canterbury con la chova piquirroja. 

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